Las hogueras al fondo presagiaban el final. Aquel bullicio, los gritos de impaciencia, el odio exacerbado, el miedo chillaba al final de la calle cuando Ana fue sacada, tras tres días y tres noches, de aquella oscura celda maloliente.

Todo había transcurrido muy rápido. Los dos últimos meses habían sido una noria de sentimientos donde, sin tiempo a pensar, había sido vapuleada por unos y otros. Ahora ya no sentía nada. El dolor había congelado cualquier sentimiento posible. Llegó a ser tan intenso que se destruyó a sí mismo, explotó como una supernova y dejó tras de sí el vacío.

Durante los últimos tres días y tres noches había repasado una y otra vez todo lo ocurrido sin conseguir entender como había llegado hasta allí.

Y ahora, ¡esos gritos! Toda esa gente esperándola a ella, deseando verla arder entre las llamas. ¿En qué momento había generado tanto odio en tantas personas? ¿Qué actos tan horrorosos había cometido para merecer aquello?

Todo su pecado se reducía a un beso. Un beso que ella apenas había recibido, un beso que apenas había conseguido paladear. Un beso que, sin embargo, era lo único que le ayudaba ahora a seguir avanzando entre los abucheos.

Dos meses atrás se habían conocido sin presagiar que tan poco les quedase por vivir. Le intrigó a Ana su forma de actuar, tan libre en sus sonrisas, tan diferente a todos los que había conocido hasta entonces, a ella misma.

¡Un beso! ¡un sólo beso les había llevado hasta aquí! Durante las tres últimas noches encerrada apenas había conseguido dormir. En la oscuridad, imágenes de su cuerpo desmembrado le atacaban el sueño. Veía su cara de dolor, sus ojos suplicando que aquello acabase, su voz implorando que la muerte se llevara por fin su cuerpo para descansar de tal tortura.

Y Ana escuchaba sus gritos de terror, lloraba asustada y lo único que conseguía pensar es que esperaba que su muerte fuese al menos mucho más rápida.

Luego lloró no haber dicho nada para calmar su miedo, no haber al menos gritado «estoy aquí, no estás sola». Lloró y lloraba ahora la soledad de su muerte, como sola moriría ella en unos minutos entre aquella multitud excitada.

Brujas en la hoguera

Cuando su madre entró en la cocina y les sorprendió, ella la empujó de su lado. Ana miraba a su madre sonrojada, su madre miraba a Eva con odio, Eva la miraba a ella sorprendida. Su madre gritó, Ana lloró y Eva intentó imponer el silencio. Demasiado tarde, el padre de Ana había oído los gritos de su mujer, había entrado a zancadas en la cocina y había agarrado del brazo a Eva.

El juez había dicho durante el juicio que ambas habían sido descubiertas revolcándose en la cocina, bajo el calor de las brasas, desnudas e invocando al demonio entre gritos de placer.

Ana sólo conseguía recordar los labios de Eva sobre los suyos y, tal vez, unos dedos que palpitaban sobre su pecho; ligeros, muy ligeros, buscando el hueco de su escote.

Le temblaron las piernas al sentirla tan cerca, igual que ahora le temblaban al estar en la plaza, en la masa de voces y cuerpos que rodeaban la pira de leña.

Sus padres habían intentado liberarla durante el juicio alegando que había sido víctima del demonio, argumentando que ella era inocente y Eva se había apoderado de su voluntad con brujería.

Algo así debía haber sido, ¿de qué modo si no habría ella besado a esa mujer?

Sin embargo, varios vecinos declararon haberlas visto juntas en más ocasiones y que, en alguna de ellas, Ana era quien buscaba el cuerpo de Eva bajo las faldas y refajos de su vestimenta.

Sólo la fe incuestionable de sus padres le había librado de ser torturada como Eva. Sólo la caridad del señor juez había evitado ser penetrada por aquella vara de pinchos, que rociasen sus pechos de comida y ofreciesen a las ratas su cuerpo.

El verdugo se acerca ya con la antorcha y Ana llora y tiembla de miedo ahora. Consigue susurrar clemencia pero nadie lo oye. Alguien le pregunta si quiere pedir perdón y arrepentirse antes de morir y Ana chilla aterrorizada «¡piedad!  ¡yo no era consciente de lo que hacía!».

Siente calor a sus pies y no puede dejar de gritar, de suplicar. Y mientras el calor se intensifica, unos segundos antes de que se convierta en dolor, grita su nombre, grita el nombre de Eva. Como Eva gritaba el suyo durante su tortura. Durante tres día le había oído gritar su nombre y ella no había tenido agallas para responder.

Ahora era Ana quien gritaba su nombre y entre las llamas, con los últimos espasmos de su pecho ahogado por el humo y la falta de oxígeno, recordó sus labios, sus dedos buscando el hueco de su escote.

Y en su último pensamiento, antes de abandonarse al fuego, desea encontrar a Eva en el infierno para acabar aquello que apenas nunca iniciaron.

Blanco